Wednesday, November 15, 2017

Atención I: Cortoplacismo

Desde hace más de mil años los textos budistas tibetanos plantean que la capacidad de atención promedio de una persona es de tres segundos; asunto que apenas hoy está descubriendo la psicología moderna.
Si solamente tres segundos es el lapso en el que somos capaces de mantener la atención, entonces no es de extrañar que no podamos ver más allá de 72 horas; mucho menos más allá de un año, ya no se diga 37. Ese es para mí un gran motivo de la incapacidad de ver a futuro, más los siguientes tres factores:
  1. El miedo a la muerte, el cual nos hace negar el mañana, porque ahí está nuestra futura y segura muerte; haciéndonos adoptar, a la vez, una actitud ante la vida como si fuésemos inmortales. Es una suerte de existencialismo funcional.
  2. El nivel de consciencia. Esto es porque, entre más consciente sea uno, más consideración se tiene hacia uno mismo, hacia los demás y hacia el entorno, tomando en cuenta el presente y el porvenir. El problema es que muy poca gente tiene un nivel de consciencia a esta altura.
  3. El egoísmo tan recalcitrante de nuestros tiempos. Si de por sí, el ser humano tiene algo de egoísta por naturaleza; hoy en día, en esta época tan individualista, consumista y egocéntrica, este egoísmo es más fuerte que nunca, lo cual se traduce en una carencia por ver más allá de uno mismo y su circunstancia.
¿Qué hacer? Una primera idea sería aprender técnicas y métodos de desarrollo de la atención sostenida; probablemente esto nos permitirá poner una mejor atención a uno mismo en términos de nuestra interdependencia con los demás, el entorno y las futuras generaciones.

Friday, July 14, 2017

Apariciones

Prosaica, asciendes desde los hermosos calzones; 
hablar de lo mucho que ellos me pueden decir, 
entre tus piernas de memorias remotas, 
tierras perdidas en la ignorancia de su paraíso. 

Eres basta en la forma de tu recuerdo informe, 
grosero deseo que desgaja las peñas carnosas de mis seres múltiples 
y malditos como flores; 
rústicas melodías componen la atmósfera de leyendas olvidadas 
como rudas hierbas en la descomposición perenne de un espíritu que no se pega en las copas. 

El demonio prodiga sus bendiciones de glandes fatuos: raciones,
oraciones sin trabucos que se esconden con avidez en las trincheras amargas 
de situaciones perdidas. 
Por el demonio vivimos y por sus fuegos andamos: el infierno abraza en espirales 
la úrica espera calcinante. 

Todo lo que necesito es un trago de mar, 
paladear los calamares extintos del destino, 
la marea temprana y sin despedidas: diestras gaviotas de vuelos salados, 
despertares de oleajes trémulos, 
cincuenta mareos de los soles de reverberantes cánticos.

Los fuegos de San Juan percuten, arrastran los caracoles hacia la inmensidad; 
sueños vegetales que brotan en aguamarina. 
Florecen risas y melodías eternas: la gota de la vida se vuelve cosmos, 
el agua es el alcohol de los vientres legendarios.

Por fin el mar cala, encalla, hiere su ocaso inalcanzable con floretes recónditos de amores. 
Se desmoronan los gajos que nosotros, los grumos, interpretamos en la evanescencia; 
yo, el canario salvaje que ruge en las despedidas, rasgo las esperanzas plásticas 
de una nueva sustancia de ánima. 
Busco los intersticios de las piernas de la locura; allí me salvaré con lágrimas de mortal,
los néctares conformarán los patrones de la huida.

Me enrosco al encontrarme, súbitamente, dentro de los frascos traslúcidos 
de los panteones; cierro las tapas donde mis personas se acurrucan, 
bloqueo ante todo las miradas opíparas de Dios y de sus largas, simpáticas 
y hurañas cortes infernales.